16 julio 2009

La vuelta a casa

Estaba tan cansado mientras subía la calle que no pude llegar hasta casa. Compré unas cerezas y una botella de agua, y me dirigí a una plaza cualquiera, con bancos y unas mesas de madera.

Me senté en la mesa, con los pies apoyados en el banco, de espaldas a tres niños que jugaban. Se oía el ruído de los monopatines chocando contra el asfalto, gritos. Desde allí podía ver varias casas, la copa de dos palmeras y, al fondo, un trozo de monte sobre el que caía la noche. Vaya, pensé, tengo un trozo de monte para mí, y al instante me acordé de mi madre, que se conforma siempre con trocitos: poca cosa, no quiere abusar.

Me comí las cerezas. Las lavaba sobre el banco, y el agua que caía sobre la madera rugosa hacía bien; los huesos los tiré a una macetera. La última era dulce dulce.

Me quedé un rato, con el gusto de la fruta inundándome la boca, observando la noche que se asentaba, hasta que sentí el primer escalofrío. Entonces subí y esperé a que llamase.