28 diciembre 2008

Milagros y moquetas

Aquí estoy, después de todo: sentado al borde de una cama, con los pies apoyados en genuina y antihigiénica moqueta inglesa, escuchando la última e inédita maravilla de la banda de pop más grande del planeta, pensando en como resumir estos últimos días. Con los viajes, exposiciones, conciertos y vivencias varias de semanas anteriores sedimentando aún, aguardando la acción selectiva, lenta pero meticulosa, de la memoria.

Me duelen los pies, eso es seguro. Ayer pasé el día en la Tate Modern, explorando un par de alas de la colección permanente, visitando las temporales, descubriendo el museo. Parando cada poco en la cafetería para un té, vagando frenéticamente por las salas a veces, contemplando obsesivamente algunas obras, dejando que la mente vague en frente de otras. Observando a la gente, escribiendo maniacalmente en una libreta garabatos indescifrables, leyendo novelas apoyado en cualquier esquina.



La tarde la dediqué casi por completo a una batalla interna entre el impulso irresistible de rendición sublime que me provoca desde años el trabajo del gran pintor místico del pasado siglo, y los reparos ideológicos (escrúpulos intelectuales es una forma alternativa e igualmente pomposa) que me produce tal rendición. Al final inclinan la balanza, como casi siempre, las obras finales de Rothko: sus (aparentemente) monocromos negros, los marrones y negros sobre gris, las pinturas del periodo de la Rothko Chapel, los trabajos de aquellos dos años anteriores a su suicidio. Obras que combinan todo el poder de fascinación de las primeras field paintings con una sobriedad, una concentración y una desnudez escalofriantes y definitivas.

Agotado, física y mentalmente exhausto, estaba cuando a las siete y media de la tarde me dieron una hora de plazo para visitar la otra exposición temporal, coger el metro y llegar a cenar. Me sobraron cinco minutos. Paradójicamente sería largo y difícil explicar aquí por qué esa exposición, que ocupa un espacio equivalente a la de Rothko pero que visité en treinta minutos, es sin duda una de la más inspiradas, tocantes, imaginativas, inteligentes y exaltantes que haya visitado en años. Quizás porque, a diferencia de Cildo Meireles, y como mis sufridos lectores saben bien, carezco del don mágico de expresar lo complejo de forma simple.




Intentaré hacerlo de todos modos, así como contarles el resto del(os) viaje(s) e ir saldando poco a poco nuestras cuentas pendientes. Pero eso será, probablemente, el año que viene. Sean buenos.

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