26 septiembre 2008

Il verme nel suo guscio

A la misma hora en que escibo estas lineas debería estar caminando sudoroso por una avenida valenciana, de vuelta a la vieja rutina de las entrevistas con desconocidos, la búsqueda de un hogar provisional, el principio de curso. El mundo real, sin embargo, raramente se estructura conforme a nuestros deseos, a nuestras expectativas. Era previsible que al asomar la cabeza empezasen a llover hostias, tras un año o más al reparo engañoso del caparazón.

Así me veo en algunos momentos de inoperante lucidez: un insecto encogido en su caparazón, il verme nel suo guscio. Encogiéndose cada vez más, volviéndose siempre más pequeño, renunciando al alimento y a la luz. Esperando hacerse notar, caprichoso, por el vacio creciente creado a su alrededor. Ignorante de que el vacío es sólo vacío; el silencio sólo silencio; la apatía, apatía.


Hace tiempo que pasé mi fiebre por El Bosco. Periodos de lectura obsesiva, de viajes para ver obras, de intentos por encontrar en las telas o en los libros respuestas a una fascinación que no conseguía estructurar ni definir. Ya entonces me había fijado, de entre todo el catalogo genial y monstruoso de El jardín de las delicias, en el hombrecillo escondido en el interior de una concha en la parte inferior del cuadro. Así veía yo al personaje: escondido. Discrepando de la interpretación clásica según la cual el hombre se vería atrapado por una símbolo zoomorfico del pecado y la lujuria, me parecía un ser temeroso que, sobrepasado por el ajetreo del mundo, optaba por el refugio y la inacción.

Desde que tengo memoria he funcionado así: incapaz de mantener una velocidad y un rumbo constante, obsesivo en el empeño, pero también en el abandono. Quiero pensar que aún puedo actuar de ese modo: arrancar de repente, volver a aprovechar el tiempo, reencontrar un sentido o, al menos, un principio de movimiento. Que estos días sean el comienzo de una inercia, no el último estertor del pequeño gusano en su concha.

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