23 septiembre 2008

Cerca del cielo (I)

Hace un par de semanas, un jurado formado de supuestas personalidades deportivas otorgaba a Rafa Nadal el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes. Los encargados de conceder el galardón se habían caracterizado ya en precedentes ediciones por el tono populista y chauvinista de sus decisiones. No era de extrañar, por tanto, que el tenista mallorquín superase a mitos en activo como Michael Phelps, que la selección española de fútbol se encontrase entre los finalistas, o que deportistas y personalidades históricas, así como practicantes de especialidades minoritarias, se hayasen prácticamente ausentes de las candidaturas. No que el premio a Nadal resultase más extravagante que el concedido años atrás al ojito derecho de Asturias; un oportuno premio a Roger Federer el próximo año solucionará la injusticia histórica como sucedió ya entonces. Ya puestos, reconozcamos que los méritos contraídos por el balear, la excelencia competitiva demostrada a lo largo del año y su irreprochable actitud lo hacen digno aunque precipitado vencedor.

Resulta, sin embargo, que entre tanto ídolo de masas y triunfador olímpico se había colado este año entre las finalistas una candidatura colectiva particularmente rara y hermosa. Quince alpinistas de diversas nacionalidades aspiraban, propuestos por el Gobierno navarro, a obtener el otrora prestigioso galardón. Sus méritos no eran tanto competitivos como humanos; solidarios, sí, pero también deportivos, en una acepción amplia y alta que el jurado no supo apreciar. Los quince candidatos, miembros de esa especie extravagante, desquiciada, vagamente suicida que es el alpinista, se conocían apenas.


Alguna charla en inglés macarrónico en un campo base sudamericano, supongo; o un gesto con la mano al cruzarse a cien metros de una cumbre en el Himalaya, unos con la felicidad cansada del recién coronado, otros con la urgencia de hacer cumbre para retornar a la relativa seguridad del campo base. Sus vidas, sin embargo, confluyeron decisivamente durante los cinco días que Iñaki Ochoa, un montañero navarro, agonizó en la cumbre del Anapurna.

Ochoa cayó inconsciente en la tienda de campaña el lunes 18 de Mayo, poco después de haber renunciado a hacer cumbre por problemas de congelaciones en las manos. Con graves lesiones cerebrales y pulmonares, permaneció durante cinco noches a 7400 metros de altura, donde no llegan los helicópteros, aislado tras una cresta, sin comida, oxígeno ni medicamentos. A su lado un montañero rumano, Horia Colibasanu, compañero de cordada, que durante ese tiempo trató de sostenerlo con infusiones y hielo derretido. Mientras tanto, montañeros suizos partían con medicamentos desde el campo base, en condiciones metereológias pésimas y mal equipados. Otros alpinistas, coordinados desde Navarra gracias a un teléfono satelital de la ONU, se organizaban para hacer llegar oxígeno a Ochoa y facilitar las tareas de rescate.


A pesar de ello, cinco días más tarde de su desvanecimiento, un día después de que Colibasanu se viese obligado a descender con un principio de edema, y cuatro horas antes de que un kazajo llegase con oxígeno hasta la tienda, Ochoa moría en brazos del suizo Ueli Steck. Su cuerpo fue abandonado en el Annapurna, por deseo de su familia, y para evitar poner en riesgo la vida de más montañeros. La historia de sus últimos días es, sin embargo, una historia hermosa, y podéis leerla, en las palabras de Horia Colibasanu, aquí.

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