03 mayo 2007

Milán (II)

Que mis últimas visitas a Roma y Milán hayan coincidido con dos exposiciones italianas de Paul Klee es un pequeño resarcimiento de los dioses por un año de mierda. Sólo en Picasso y Klee, de entre todos los protagonistas de las vanguardias históricas, reencuentro una y otra vez, en formas siempre nuevas, el afán por la compresión y el placer de la invención. Incluso las obras de los periodos más oscuros de la vida de Klee –años de guerra, enfermedad, exclusión- desprenden una dulzura quimérica, una forma alta y noble de empatía.


Creo que los niños reaccionan mucho más naturalmente a ciertas propuestas del arte del último siglo, libres de prejuicios e impulsados únicamente por un innato espíritu lúdico. En Roma, estas Navidades, mientras visitaba la exposición de Klee en la Fondazione Memmo, coincidí con un grupo de críos ingleses de siete u ocho años, acompañados por dos maestras y una guía del museo. Se movían despacio, escuchaban primero en silencio, se atropellaban después para responder, miraban los cuadros con ojos grandes como platos. Si estabas verdaderamente atento podías oír un murmullo que salía de la boca de los payasos, de los ogros, y de los animales fantásticos diseñados por Klee y llegaba hasta el oído de algunos de los niños. Pero, por mucho que te esforzases, era imposible entender sus palabras.





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