17 abril 2007

Premoniciones

La primera noche que pasé en casa estas navidades mi abuela estaba allí. A un cierto punto empezó a sentirse mal. Decía que tenía calor, así que mi padre y yo nos pusimos a darle aire con dos abanicos de tela. Seguimos haciéndolo cuando llegaron los enfermeros y mientras la introducían en la ambulancia, en plena calle, una madrugada gélida de finales de diciembre. Sonreíamos: la situación era cómica, y conociéndola parecía imposible que se nos fuera a morir así.

Al poco rato, esperando noticias en la puerta de urgencias, la vimos pasar tumbada en una camilla. La habían conectado a una bombona de oxígeno, se encontraba mejor, y mientras la llevaban hacia el box iba lanzando besos con la mano.

Más tarde se durmió, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás. No hacía ruido al respirar y no se movía en absoluto. Cubierta por el camisón de reglamento, en la penumbra levemente azulada del dormitorio del hospital, su rostro tenía la compostura y la consistencia cerosa que hemos aprendido a asociar con la muerte. El hecho de que pareciese muerta en modo tan perfecto cuando simplemente dormía le confería extrañamente un halo de perpetua inmunidad.

Quizás sea poco elegante airear los muertos de familia, pero he utilizado durante años el personaje para contar historias, absurdas o tragicómicas, con las que disipar un momento de tensión o tratar de romper la rutina de una tarde de verano; historias casi siempre ciertas, a veces inventadas. Me siento como el comediante que, obligado a notificar el definitivo abandono de la escena de un personaje que nunca ha amado, se descubre al tiempo culpablemente aliviado e inesperadamente huérfano.

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